Guidaí en tiempo de piratas

Premio Bartolomé Hidalgo 2009Guidaí en tiempo de piratas

Guidaí una niña descendiente de charrúas, dotada de la capacidad de viajar en el tiempo, se ve envuelta en una aventura que la lleva a correr peligros entre piratas y traficantes de esclavos en el siglo XVIII. Mientras, en el presente, una organización misteriosa que trafica con patentes genéticas la persigue, interesada en sus poderes especiales, y pone en riesgo la vida de su familia. Es una historia de acción y aventura.

Primer capítulo

Es de noche. Nahuel vuelve a su casa en Kiyú. La niebla apenas permite ver a dos o tres metros de distancia. El frío penetra por las muñecas, el cuello, las orejas y los tobillos. Nahuel se pregunta con qué tendrá que abrigarse para soportar esos viajes nocturnos en moto. La poca visibilidad no le permite ir más rápido. Añora el calor de la estufa a leña.

Desde que se reconciliaron con su esposa en el verano, los viajes diarios a Montevideo se tornaron un hábito. Quería demostrarse que era posible vivir a 70 Km de su lugar de trabajo. Los días estivales eran largos y le permitían trasladarse en horarios de luz solar. A medida que fue entrando el otoño, las lechuzas lo esperaban en los postes del camino al amanecer y los halcones lo miraban volver desde la cima de los árboles al anochecer.

Disfrutaba de esos recorridos panorámicos y de la compañía animal con la que podía mitigar la terrible soledad de las carreteras. Pero desde que los gélidos días del invierno llegaron, ese viaje en moto se tornaba cada vez más un sacrificio que disimulaba al entrar a su hogar. Sentía una fuerte determinación. Quería que fuera posible compatibilizar las vidas de los tres. Y por sobre todas las cosas no deseaba alejarse de su familia nunca más.

En especial, desde el día en que tuvo conocimiento de las increíbles experiencias vividas por su hija Julia.

A partir de ese momento, una obsesión se había apoderado de él. Quería saber más.

Tenía la sensación de que sus antepasados indígenas, su hija y él formaban parte de algo que tenía leyes propias y condicionantes que desconocía.

Una vez que se enteraron del origen charrúa de Julia, habían descartado que esa herencia le hubiera llegado a través de Rosalba, su madre. Los abuelos de su esposa eran españoles y aún conservaban su acento nativo. Desde un principio especularon con la idea de que por las venas de Nahuel corría sangre indígena.

Por otra parte,  todo lo sucedido en diciembre constituía tanto para él como para su mujer, una alarma permanente.

Ambos habían estado de acuerdo en no preocupar a su hija. Deseaban para ella un futuro saludable y temían por la salud psicológica de una niña que, desde su infancia, se había sentido perseguida. Sin embargo no podían tranquilizarla en forma irresponsable. Ellos, sus padres, debían investigar.

Nahuel podía hacerlo. Por su profesión periodística debió realizar varios reportajes sobre temas en los que fue necesario aprender todo, desde la A a la Z. Varios viajes al exterior lo habían dotado de contactos con gente diversa que podría brindarle información.

Rosalba, por su parte, disponía del tiempo necesario para leer y ordenar la información que fueran recabando. Se sabía capaz de encarar con su esposo las indagaciones que fueran necesarias para aclarar la situación

En enero, luego de recuperar a su hija, ambos habían dedicado varios días para decidir qué hacer y planificar su nueva vida. Lo sucedido había trazado una especie de línea divisoria en su pasado. Luego de esa experiencia terrible nada en sus vidas podía permanecer igual.

“Quiero que se investigue hasta las últimas consecuencias” había exigido Nahuel a las autoridades a través de distintos medios de difusión.

Poco fue el eco de sus palabras. No entendían por qué, un manto de silencio parecía llevar al olvido todo lo sucedido.

Por suerte, los colegas de Nahuel y el propio diario en el que trabajaba, se sentían consustanciados con él. El Mirador del Plata, el de mayor tiraje en el país,  no sólo lo ayudaba sino que daba publicidad a cada paso que se avanzaba en la investigación.

Pero las preocupaciones de Nahuel no iban solo dirigidas al cuándo, cómo, quién, dónde y qué había sucedido, las clásicas cinco preguntas del periodismo. También le preocupaba que nadie hubiera ido a la cárcel por secuestrar a su hija.

Mientras esos hombres estuvieran sueltos siempre iban a ser una amenaza para ella y para la sociedad. Y el que fueran personas poderosas no hacía más que aumentar el peligro.

Reconocía que no solo la prensa les había dado una mano: también los habitantes de Kiyú y el juez que los acompañó esa noche.

A la vez, tenía una espina, una especie de ruido en sus pensamientos. Mientras recorría oficinas del Poder Judicial y de la policía tratando de averiguar en qué estaban las investigaciones, ayudaba a elaborar identikit o trataba de identificar a los responsables en los archivos fotográficos de INTERPOL, una y otra vez interrumpía sus pensamientos el martilleo de sus orígenes. ¿Qué tenía en común con su hija? ¿Solo su ascendencia indígena o también sus aptitudes paranormales? ¿Le habría él trasmitido esas capacidades especiales?

Nahuel trataba de recordar su infancia. Buscaba en la maraña de recuerdos, alguno que no le hubiera llamado la atención en su momento pero que ahora, a la luz de los nuevos acontecimientos, le brindara una explicación.

Su portafolios volvía lleno de libros que pedía prestado a bibliotecas y amigos. Las visitas a sus padres, antes esporádicas, se hicieron frecuentes. Les preguntaba por anécdotas de su niñez, de sus abuelos, de los familiares que no conocía. Descubrió en su madre, silenciosa casi siempre, una gran capacidad para relatar. Estimulada por la atención que le brindaba su hijo, la señora abundaba en detalles, a veces sutiles, que la mostraban como un ser sensible y  perceptivo.

Nahuel anotaba todo lo que oía. No quería que su memoria le jugara una mala pasada. Sabía de la capacidad del ser humano de olvidar momentos trascendentes de su vida sin importar qué tan conmovedores fueran.

Al volver a su casa comentaba con Rosalba los detalles de las conversaciones como para reafirmar su voluntad de no relegar ninguna información y hacerse zancadillas a sí mismo.

A pesar del temor a un nuevo secuestro, la vida había transcurrido sin otros episodios de alarma. Y eran, sin lugar a dudas, más felices ahora de lo que habían sido jamás mientras estaban separados.

Julia había comenzado el liceo y gracias a la compañía de su amigo Martín, tuvo una rápida adaptación. De hecho, ya tenía compañeras con quien estudiar y casi no añoraba su pasado montevideano. Cuando eso sucedía, se quedaba un fin de semana en casa de los abuelos o de su amiga Luli.

Rosalba, que siempre era la más apegada a Kiyú, tenía ya pacientes que recurrían a ella periódicamente en busca de sus conocimientos sobre medicina china e intercambiaba con sus amigas los productos de su huerta.

Mientras avanzaba en medio de la niebla, Nahuel se sentía satisfecho de las decisiones tomadas en los últimos tiempos. Ya se acercaba a la curva pronunciada a la altura de la escuela de Kiyú, podía adivinar los álamos plateados bordeando la carretera, en una sucesión de curvas. Un aroma fuerte a zorrillo inundaba el lugar, sólo se distinguía la luz del “Estrella del Sur”, el club social y deportivo. No podía divisar ni la cancha ni el bosque, ni la estructura de la edificación. Sabía que pronto lo saludaría, como todas las noches, el viejo cartel azul de “Bienvenidos a Kiyú”.

El pequeño pueblo parecía surgir de las tinieblas. Las grandes luces de la doble vía otorgaban nitidez a las casas.  En pocos minutos calentaría sus pies y sus manos cerca del fuego, mientras Rosalba y Julia le contarían los pormenores del día.

Continuó por la doble vía hasta tomar la carretera que lo llevaba a su casa. La niebla era otra vez espesa. Conocía el camino, una carretera de balastro que avanzaba en línea recta. Antes de llegar a la gran antena, doblaría a  la derecha y luego a la izquierda hasta su hogar. No podía ver, pero podía adivinar el camino tantas veces recorrido con la seguridad de un experto. Sin embargo, una percepción extraña lo detuvo.

Por un momento tuvo la sensación de que delante de él solo estaba el vacío. Se dijo que no; enfrente estaba el conocido trayecto que lo llevaba a su casa. Pero frenó y permaneció de pie, en medio de la noche blanca gracias al foco potente de su moto.

Una fuerte intuición le impedía avanzar. Envuelto en esa nube, Nahuel se sentía suspendido entre la realidad racional, conocida, tangible y la sensación de estar ante un peligro o ante lo desconocido. Más o menos, era lo mismo. En una noche y en un lugar en que todo debía ser previsible, acostumbrado, casi monótono por la rutina, estaba ahí parado, perplejo ante lo inexplicable. Sentía la niebla como una caricia de algodón. No estaba ciego. Podía ver su moto. Era lo único. El resto, una nube blanca.

Pensó en las veces que viajando en avión había imaginado las nubes como enormes almohadones cómodos donde descansar. Casi sentía que podía relajarse ahí de pie. Su cansancio había desaparecido. Sólo una enorme curiosidad por entender qué sucedía. Esa nube parecía tener voluntad propia. Como si lo acariciara voluntariamente. Lo rodeaba y tocaba con delicadeza. Entraba por su cuello, se enredaba entre sus cabellos como una mano de mujer, le susurraba cerca de la boca, terriblemente fría y tremendamente presente.

No había palabras pero Nahuel sabía que le hablaba. Sus pies se aferraban al piso y sin embargo parecían elevarse y acompañarla en una danza circular, deslizándose los dos a través del aire.

Entre sorprendido y feliz, Nahuel se dejaba girar sin miedo. Sentía esa presencia como una mano amiga. Sin prisa por abandonarla, percibió el descenso suave y preciso. Depositado en el suelo, montó en su motocicleta y huyó. Dejaba atrás la noche oscura y fría del mes de julio.

Otra vez en camino a su hogar, Nahuel se sintió confuso y al mismo tiempo abandonado. Apretó el acelerador. Quería escuchar las palabras cálidas de la boca viva de Rosalba.

Detuvo el motor enfrente a su casa. Los sonidos melodiosos de la trompeta de Julia inundaban el lugar. El aroma de la cocina se filtraba por las aberturas cerradas. El humo con perfume a eucalipto le prometía un lugar caliente cerca del fuego.

Al entrar, encontró a Cacho, el perro, y los conejos  echados frente a la estufa a leña. Desperezándose, con poco entusiasmo se acercaron a saludarlo. El beso de Rosalba resultó tibio. Julia lo saludó desde el dormitorio.

“Es lindo estar entre los vivos”, pensó. Puso las manos al calor de la estufa e  intrigado  trató de entender qué le había pasado.

Ilustraciones de Sebastian Santana

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Presentación en la Cooperativa Bancaria

6 respuestas a “Guidaí en tiempo de piratas”

  1. Hola Adriana , me encantan tus libros , son buenisimos ademas gracias a ti , mis padres me dicen que quero de regalo en alguna fecha especial , y les digo «un libro»…
    Tengo 11 y he mejorado mi lectura gracias a los libros…

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